domingo, 11 de octubre de 2009

Reflejo I

Lo primero que percibí fue el olor. Mucho antes que el ruido o la luz por debajo de la puerta. El olor del perfume de mi madre se infiltraba por cada rincón de la casa y la iba haciendo poco a poco suya, impregnándola con su esencia dulce y protectora. Aún estaba medio dormido, pero pude imaginármela con total nitidez preparándose para ir a trabajar: Unos pendientes plateados, un colgante de cristal, el pelo suelto y el traje de dos piezas que se había comprado en las últimas rebajas. ¿Cómo podía estar mi imaginación tan despierta?
Oía sus pasos yendo y viniendo por la casa y yo la escuchaba como un espía madrugador, sin atreverme a moverme. Sé que trataba de no hacer ruido, de no despertarnos a ninguno con sus quehaceres cotidianos, dejando la casa en orden antes de marcharse. No quise decepcionarla y que ella notara que me había despertado. Por eso, esperé hasta que hubo cerrado la puerta tras de sí para levantarme de la cama. Sólo entonces me moví, sólo entonces respiré. Me puse en pié descalzo y, mientras me acercaba al baño, me deleité de nuevo con su perfume, olor que ella había dejado a modo de recuerdo, como un centinela para que vigilase de la casa en su ausencia, como una nota en un papel que dijese: “Me voy, pero volveré”.

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