lunes, 19 de enero de 2009

El mago.

Subió la cuesta lentamente. Llevaba caminando varias horas y en la noche era difícil orientarse sin más luz que la que provenía de la luna. Hizo un alto y miró al cielo mientras se retiraba el sudor de la frente. La luna brillaba llena y poderosa en lo alto, muy cerca de la cima de la montaña, como si quisiera tocarla. Emitía un brillo amarillento muy atractivo. Ninguna nube empañaba la visión del mago. Ató su cabello blanquecino en una improvisada coleta y se colocó de nuevo las gafas sobre los ojos. Luego recogió del suelo su bandolera de piel y se la colgó al hombro.
Ayudado por su cayado, llegó poco a poco a la cima de aquella elevación. Ya no le hacía falta ir despacio, ahora no había vegetación que le tapara la luz y el camino aparecía claro y brillante ante él.
La montaña terminaba en un acantilado abrupto, una pequeña extensión de tierra yerma y la nada, la soledad y la luna. En el centro de aquella llanura había colocado un atril de roca grisácea, desgastado por las lluvias y el viento y cubierto de musgo en algunas partes. Ibi-Sum se acercó despacio hasta él y retiró las plantas que le dificultaban la lectura del texto grabado sobre la roca.
Cuando hubo descifrado todo su significado, se giró alzando la cabeza. Miró a través del acantilado. No se detuvo a contemplar las suaves colinas verdes que se extendían bajo sus ojos. Ni las cimas nevadas que se levantaban en el horizonte. Ni siquiera prestó atención a las hogueras de los pastores que cubrían la montaña sagrada, ni la luz que desprendía el templo de Carraz, siempre abierto. Él estaba buscando algo en concreto. Un punto entre todo el paisaje, una población entre la decena de ellas que se extendían a los pies del valle. Por fin dio con ella. Allí estaba, la aldea de Femirth, escondida entre los pliegues de una suave colina. Si no hubiera sido por el humo que desprendían sus chimeneas, Ibi-Sum nunca la hubiera encontrado. Sonrió para sí mismo. Al hacerlo, la cara se le arrugó en un gesto descarnado, mostrando una sonrisa tenebrosa de dientes afilados. Sus ojos brillaron con una luz especial, un brillo de locura.
El viento agitaba violentamente su coleta y los bajos de la túnica negra, pero parecía no darse cuenta. Tenía la vista fija en aquella aldea, su mente estaba allí. Agarró con fuerza los bordes del atril y pronunció casi susurrando las palabras de un hechizo. Al instante, las letras grabadas en la roca comenzaron a brillar con una luz azulada. Ibi-Sum extrajo de su bolso una pequeña daga muy afilada y se práctico dos cortes en las palmas de sus manos, luego dejó caer el arma al suelo. Volvió a sujetar los bordes del atril y las runas incrementaron intensamente su brillo. Comenzó a recitar otro hechizo lentamente, sin perder de vista la pequeña Fermirth. Cuando concluyó, un silencio pesado recorrió la cima. Parecía que se había detenido el viento y que el mundo contenía la respiración. El mago comenzó a preguntarse si había hecho algo mal cuando distinguió un brillo rojizo saliendo del lugar donde estaba situada la aldea. Aquel punto se fue extendiendo, poco a poco, ante la sonrisa torcida de Ibi-Sum, que no se retiró del atril en ningún momento.
Cuando el mago se dispuso a comenzar su descenso por la colina horas después, casi todo el valle estaba ardiendo.

3 comentarios:

Verónica dijo...

Me encontre contigo de casualidad o sera causalidad??? Me gusta lo que escribes, como lo desarroyas y como lo haces tuyo, me quedo por aqui...

besotes de esta peke.

pd: te esperopor mi rincon con una buena taza de cafe caliente.

mia dijo...

Muy bueno,

ardiendo

el valle

entero....

Besos

Cemanaca dijo...

Vaya relato trepidante ...
lástima tan amargo final...
Hay continuación?

saludos conversos