lunes, 5 de enero de 2009

La señora María

Y me acordé de la Señora María. Fue como un flash. Allí estaba ella. Con su vestido negro, de luto, y su paraguas roído. La veía sonreír. Me habría dado miedo verla así, casi sin dientes, de no saber que a los pocos segundos sonaría una voz dulce y cariñosa.
-Niño, otra vez en la calle, métete en casa que te vas a empapar.- Me reñía.
Yo me avergonzaba, siempre lo hacía. Me habían vuelto a pillar. La Señora María siempre me pillaba cuando salía al portal a ver llover.
-Pero Señora María, es que está lloviendo.- Trataba de justificar aquel niño. Como si el hecho de llover fuera un acontecimiento por el que todo niño estuviese en derecho de arriesgarse a coger una pulmonía.
-Nada nada, a ver llover desde la ventana Juanito, verás como avise a la Julia.-
-No por favor María, no me sea usted así. Cuando usted vuelva a bajar la calle verá que no me encuentra aquí.- Mi madre nunca había entendido la lluvia. Yo podía ver desde el portal el escaparate de la panadería. Sabía que mi madre estaba dentro, afanándose en ser agradable con los clientes y maldiciendo la lluvia.
La Señora María sí que entendía la lluvia. Todos los días, en cuanto caían dos gotas, ella cogía su paraguas y marchaba calle abajo. Yo salía por ver la lluvia y por verla a ella. De pequeño lo hacía porque siempre me daba caramelos, pero luego continué haciéndolo a pesar de que ya no me traía nada.
-Los caramelos matan los dientes Juanito, no querrás quedarte de viejo sin ellos como yo.- Me decía cuando me veía. –¡Que no te vea comerlos!-
Y desde entonces no me los trajo nunca más. Entonces empezó a traerme lecciones para la vida.
La Señora María era para mí la lluvia. La veía aparecer por la esquina de la calle, despacio, como resbalando por los adoquines, toda embutida en su traje negro y con el pelo recogido en un moño que escondía bajo un gran pañuelo negro que agarraba con manos nudosas para protegerlo del viento. Ella alzaba la cabeza nada más llegar y me veía, sonreía y negaba con la cabeza.
Ahora, de más mayor, me gusta pensar que yo era para ella también la lluvia. Los dos entendíamos nuestra melancolía, aunque yo no sabía en aquel momento nada de la suya. Sabía que vivía dos calles más allá. Sabía que vivía sola desde que le habían matado al Gabriel en la guerra. Una vez me dijo que en la guerra siempre llovía, que no había habido ni un solo verano en aquella época. Que la lluvia era la guerra.
Yo no entendía muy bien porque decía aquello, pero sabía que lo decía de corazón pues se le empañaban los ojos, ya casi blanquecinos.
-Bueno.- Decía con cariño. –¡Pero pobre de ti como te encuentre a la vuelta! Sube a estudiar condenado, hazte un hombre y escapa de aquí.-
-¿Por qué quiere que me vaya? ¿Usted no se va?-
-Yo ya soy vieja. Pero tú tienes que ser inteligente, a los inteligentes no los matan en una guerra que no es suya.-
Cuando hablaba de la guerra yo siempre callaba. La guerra era como un gran fantasma que nos atenazaba el corazón. Todos sabíamos que estaba allí, que había estado hasta dejarlos a todos en la ruina, pero ninguno hablaba de ella. Sólo la Señora María, la viuda del portal 33.
Después la veía irse, tal y como había venido, despacio. Con unos cuantos mechones de pelo cano saliendo rebeldes de debajo del pañuelo. En aquella época no sabía dónde iba cada día de lluvia, pero poco después me enteré por mi madre. En el pueblo se la conocía como la Viuda María y la gente la evitaba al pasar por la calle. Irradiaba un odio hacia el hombre y una tristeza infinita que te dejaba sin palabras. Muchos la veían marchar en silencio, la gente murmuraba desde la panadería al verla pasar por delante, sabían que bajaría la calle entera, que enfilaría hasta la plaza y allí torcería por el caño, atravesando el camino embarrado que conduce hasta la iglesia. Allí dedicaría un gesto grosero al Dios que le había dado la espalda y rodearía el gran edificio para meterse en el cementerio, donde se sentaría a conversar sobre una piedra que marcaba el lugar donde estaba enterrado su esposo desde que otros hombres habían decidido que merecía morir por sus ideales.

2 comentarios:

Mj dijo...

Precioso

Y la cantidad de señoras Maria que hay en nuestras calles y nadie se preocupa por ellas...

Feliz Noche de Reyes!!

A.C.O. dijo...

guau....flipa....es precioso!