Aquí tenéis uno de mis últimos relatos. Es un texto que presenté al concurso de relatos de la expo de Zaragoza 2008. Sobra decir que perdí. Sé que es largo, pero sinceramente creo que es algo de lo mejor que he escrito, es decir, de lo menos malo. Espero que os guste y que lo critiqueís como si os fuera la vida en ello.
...
No sé cual fue la razón que me hizo acercarme aquella noche a la plaza. No lo sé ahora como sospecho que no lo sabía en aquel momento y no lo sabré nunca.
Corrían las tres de la mañana desde hacía ya dos horas y una brisa fresca me recordaba constantemente que el fin del verano estaba más cerca de lo que quería reconocer.
Recuerdo como si fuera ayer el ruido de mis botas sobre la grava

del camino, el olor a noche de verano, el tacto de los vaqueros al andar y tu ausencia. Recuerdo tu ausencia como un dardo envenenado con dosis preparadas para cada noche, para cada madrugada. Como un dardo imposible de extirpar, como una enfermedad imposible de curar.
Salí de casa movido por la inquietante sensación de agobio que consume los centímetros frescos de una cama las noches de insomnio. La tele era un hervidero de teletiendas y productos eróticos para móviles y por la ventana se prometía otro mundo mejor.
Quizás no hubiera un motivo para acercarse a la plaza en aquel momento. Quizás no lo había habido nunca.
La gran explanada estaba vacía como era de esperar. Tan solo se oía el murmullo apagado y constante del agua de la fuente central brotando sin cesar del gastado grifo de bronce. Me acerqué, probablemente sin saberlo, y me senté en el borde de la fuente.
No se trataba de una fuente bonita, era un aparato funcional, un enorme bloque redondo de hormigón lleno de agua que se renovaba constantemente gracias al grifo central. Un grifo de bronce que parecía pegado a la fuente sin explicación alguna. Se me antojó pensar que aquel grifo había pertenecido a otra fuente más majestuosa, quizás de alguna ciudad cercana y, que al ser remplazado por otro grifo más moderno, acabó siendo reutilizado en aquel armatoste de hormigón. Miré al grifo y me sentí identificado.
Hasta hoy no me había parado a pensar en la asociación a la que llegó mi cabeza en aquel momento. No me había parado a pensar en lo triste que era mi vida. Realmente yo era como aquel grifo. Antes de aquella noche, antes de todas las noches en aquel lugar, yo era alguien. Una pieza perfectamente engarzada en un conjunto superior del cual formaba parte. Un conjunto llamado “nosotros”. Yo también fui sustituido por otro, yo también acabé sin comerlo ni beberlo en un lugar que no era el mío. Y los dos estábamos allí esa noche, cansados, sin saber que razón nos había traído a aquel lugar, siguiendo cansinamente con nuestra función.
Pero aquel lugar ya no tenía nada que ver conmigo. Lo había tenido en algún momento, pero ya no. Era como retroceder en el tiempo, involucionar, como volver a las cavernas... como volver a casa.
Volver a casa siempre era duro. Más aun cuando se volvía solo. Recuerdo el día que me trasladé de nuevo a casa de mis padres. Su habitación seguía igual que el día del entierro de mamá. Incluso había sobre la cama dos vestidos que no habían sido seleccionados para vestir a la pobre mujer en su último día. El polvo de más de dos años cubría los encajes del vestido haciéndome parecer un intruso en aquella casa. Haciéndome sentir como un quinceañero que se cuela dentro de una casa abandonada. Una casa abandonada que había sido mi casa. Mi única casa desde que te fuiste.
No recuerdo haber llorado, pero si recuerdo haber sentido caer el alma a los pies cuando cayó la noche sobre la casa.
Habían pasado tres meses y aun seguía sintiendo escalofríos al despertarme en aquella casa vacía. Aún no me atrevía a abrir las ventanas o a colocar el vestido en su lugar. Aun no me atrevía a aceptar que estaba solo y derrotado.
De pronto dejé de sentirme como el grifo y aparté los ojos de su rojizo brillo. Sin razón, sin sentido. Suspiré como si fuese un actor en una película, como si tratase de hacer ver a alguien que estaba triste y solo. Pero no había nadie en aquella plaza, al igual que en mi vida. El mundo era una mentira que se contaba a través de una caja tonta con una historia diferente cada día, pero la misma historia al fin y al cabo. La historia del mundo, el nacimiento, el crecimiento y la destrucción.
Todo era un ciclo eterno, como mi vida, como el agua de la fuente. Cayendo por el grifo, rápida, ingenua, única. Más tarde, al llegar al estanque, cada gota descubre que no es diferente al resto de las gotas, por mucho que se lo parezca, por muy joven que crea que es. Finalmente, cada gota es empujada lentamente y sin que se de cuenta por otras gotas hacia el fondo del estanque, donde comprenden la inevitable verdad.
-Todos somos agua.- Finalmente me atreví a hacer esa estúpida reflexión en alto.
Me contemplé en el estanque y lo entendí todo. Todos somos agua. Yo era agua, podía tocarme y estaba mojado. Era lo más lógico viéndome en aquel espejo acuoso. Yo era agua. Tú fuiste agua, tú me empujaste al fondo del estanque cuando aun creíamos que el mundo era nuestro, que éramos gotas diferentes. Tú me hiciste comprender que somos agua.
Creo que aun fueron las tres durante otros veinte minutos más antes de que apartara los ojos del agua y me levantará de mi improvisado asiento.
Tenía ganas de volver a casa. Lo recuerdo porque me invadió la misma sensación que nos invade de niños cuando nos alejamos unos días de nuestros padres, de la protección. Quería volver a casa, es cierto, pero allí seguía, de pie, contemplando mis botas. Quería volver a casa, pero no tenía casa. Solo cuatro paredes gastadas llenas de voces de tiempos pasados. Voces que me recordaban lo feliz que puede ser alguien dentro de un estanque. Voces que me recordaban lo poco que se puede tardar en llegar al fondo y mezclarte con la tierra, convertirte en barro.
No, aquellas paredes no eran mi casa, fueron la casa del niño feliz que salía los días de invierno a pasear los perros hasta que la nieve le calaba los pies y se los entumecía. Yo era un extraño en aquella casa. Un extraño que no tenía derecho a profanarla, a colocar el vestido de su madre, a quitar el polvo de las fotos de la estantería, a abrir las ventanas.
Paseé alrededor de la fuente intentando amortiguar el sonido del agua arrastrando los pies. Intentando tapar el hecho de que cada día que pasaba, nuevas gotas venían a sustituir a las gotas viejas que yacían sobre el fondo. Intentando olvidar, que la hora nos llega a todos y que yo ya estaba tocando el fondo del estanque con los dedos. Miré al cielo.
Esa noche no había luna. Como la noche que decidiste que no merecía seguir estando en la superficie. Como la noche que decidiste abandonarme. Como la última noche de mi vida. La luna nunca había sido para mí un elemento importante del cielo hasta ese momento. No aportaba luz suficiente para ver, no aportaba energía y consideraba mucho más bellas las estrellas a las que cegaba cuando aparecía. Pero el hecho de que aquella noche que te fuiste no hubiera luna me hizo pensar que era una cobarde. Me hizo pensar que la luna se giró para no ver como acababas con mis ilusiones. Me hizo pensar que yo para la luna, como ella para mi, como yo para ti, no significo nada. Me hizo pensar que la luna era una mujer con insomnio que se acercaba despacio cada noche a un estanque lleno de gotas y contemplaba con indiferencia como unas iban empujando a las otras hasta el fondo. Me hizo odiar a la luna tanto como me odiaba a mi mismo. Tanto como te odio a ti. La rabia y la impotencia volvieron a apoderarse de mi control. Subieron de golpe por mi cuerpo hasta mi cabeza, instándome a llorar, pero sin dejarme hacerlo.
Ojalá hubiera llorado aquella noche. Ojalá hubiera podido contribuir con gotas nuevas al ciclo inexplicable de la vida. Ojalá hubiera podido borrar de un plumazo el odio y la nostalgia que cubrían mi corazón como el polvo cubría el vestido viejo de mamá. Ojalá. Las lágrimas habrían limpiado mi alma, se habrían llevado en su camino el dique en el que guardaba al niño que era dueño de aquella casa. Me hubieran permitido abrir las ventanas, mirar la fuente y ver en ella solo un lugar en el que beber agua las tardes de verano, me hubieran permitido caer de nuevo al estanque como una gota nueva. Pero llorar es de cobardes. Y yo no era un cobarde. Era un fracasado, pero no un cobarde. Me calmé y retomé de nuevo mi posición en el borde de la fuente.
Hundí los dedos de una mano en el agua. Noté como las gotas se iba apartando a un lado para dejar que mi cuerpo las acariciara, para dejar que empujara a otras gotas hasta el fondo. El agua estaba fría. Había que ser frío si se era consciente de la crueldad del mundo y aun así se quería seguir viviendo. El frío del agua me recordó a la noche que te fuiste, la noche sin luna. Esa noche me di cuenta de todo lo que no había querido ver en diez años de convivencia. Esa noche lo entendí todo. Hasta lo que no quería entender. Tus lágrimas, tu portazo, tu silencio, tu ausencia. La señal que mi subconsciente esperaba para descargar con toda su furia el puñetazo de lo evidente.
De ahí a dejar de ir al trabajo debieron pasar dos días, cuatro a lo sumo. De ahí a que mis amigos dejaran de visitarme, unos cuantos meses. De ahí a que mi madre muriera, un año. De ahí a que me quedara sin nada, tres años. De ahí a aquella noche junto al estanque, tres años y medio. Es curioso como pasa el tiempo cuando queremos aferrarnos a un instante. Cuando queremos evitar reconocer que la vida ha seguido sin esperarnos, que cuando quisimos subirnos al mundo, el mundo ya estaba en marcha... Y que ya teníamos muchas gotas de agua sobre nosotros, que veíamos el fondo del estanque y entendíamos la verdad.
Miré la casa del niño que fui desde la plaza. Parecía una casa normal al final de una calle normal, abandonada, como muchas otras en aquel lugar. Todas las ventanas estaban cerradas y tapiadas con tablones. Las plantas de la entrada hacía muchos inviernos que se habían secado y nadie había retirado las macetas. Una casa vacía sin duda. Como yo. Yo era una casa cerrada por voluntad de su dueño. Una casa abandonada y vacía que aun conservaba un inquilino dentro que se había autoencarcelado en sus propias miserias. Un inquilino que poco a poco se iba convirtiendo en polvo y en agua. En barro del fondo de cualquier estanque donde una luna observaba su final con gesto indiferente. Comencé a caminar resignado de nuevo hacia la casa. Alejándome del ruido de la fuente y acercándome al ensordecedor silencio de mi realidad. Es curioso...
Es curioso todo eso: El agua, la luna, los grifos, el polvo, las lágrimas y el tiempo. Es curioso e inexplicable cuando la gente habla de horas, de días, de minutos y no sabe lo que está diciendo; No toman una perspectiva. Es curioso como cambia el mundo y como pasa el tiempo cuando para mi son siempre las tres de la mañana de una noche sin luna. Una noche en la que entraste en el salón llorando, con una maleta en una mano y mi corazón hecho pedazos en la otra.