lunes, 27 de octubre de 2008

La canción del Esla

Escribo deprisa, como perseguido por alguien o algo que trata de devorar mis ideas.
El coche, seducido por las curvas de la carretera, se adentra poco a poco en la esencia de la más remota Castilla. Yo miraba por el cristal, empañado por mi tristeza y veía pasar, como en un sueño, árboles y bosques, personas, casas, caminantes y caminos, pero no veía nada.
Cruzábamos ahora por un puente que pasaba por encima del río Esla. Como si de un cuadro impresionista se tratara, las aguas reflejaban con gran maestría los colores que el otoño se había empeñado en reivindicar como suyos. Los valles colindantes se teñían de amarillos, marrones, verdes y ocres. Los abetos y las encinas se erguían orgullosas humillando a robles y otros árboles perednes, que mostraban entristecidos sus hojas muertas y amarillas.
El río cantaba, como tratando de despertar al valle de su ensoñación y yo no podía escucharle desde el coche. Unas cuantas hojas cayeron hasta el agua, llevadas sin duda por el impulso mágico que tenía la voz del Esla. Un par de pescadores madrugadores se afanaban en las orillas, con el agua por las rodillas, en separar la vida de la muerte de aquellos animales que se habían fundido con el río. Los hombres no cantaban con el río. Cantaban los árboles en su reflejo, cantaba el sol, pálido de invierno, sobre sus aguas y cantaba yo, encerrado en aquel puente y en aquel coche.
La bruma fría de la mañana se extendía como un manto de humo sobre las zonas en las que aún no daba el sol. Los bosques del valle ofrecían un paisaje misterioso de novela romántica. Bequer, o quizás Van Gogh habrían podido disfrutar mucho de aquella vista, de aquella sensación de vértigo y velocidad, de esos segundos maravillosos en los que cruzamos el puente que separaba la naturaleza de la civilización, la magia de la ciencia, Dios de lo mundano...
Y comprendí, cuando el coche puso su primera rueda sobre el siguiente camino, que la única perfección se encontraba en la imperfección de la naturaleza, en las hojas asimétricas, en las curvas de un río, en las volutas de bruma que se colaban entre las cortezas de los árboles, en la mezcla de colores, en el invierno y la primavera, en la luz y la sombra...
Quizás no me sirviera de nada, quizás ya lo había olvidado cuando cerré el cuaderno y lo coloqué sobre mis rodillas, pero quizás no y quizás con mis renglones torcidos he agregado solo una nota más a la canción que me cantó el Esla aquella mañana. Aquella canción que yo quise escuchar y no pude oir por el ruido que hacía mi propia humanidad contra la naturaleza...

1 comentario:

edu_art dijo...

vemos tantas cosas y nos fijamos en tan pocas...
sin embargo, tienes la capacidad de llevarnos con tus palabras al momento exacto en el que todo sucede.

un abrazo y buena semana