domingo, 27 de diciembre de 2009

La palabra prohibida

-¿Qué opinas Pablo? Yo creo que es lo más lógico. Al fin y al cabo llevamos ya juntos cinco años y estamos pagando dos alquileres sin sentido. Además ya tenemos más de treinta años, creo que está bien que sentemos la cabeza.-
Yo no escuchaba a Marta. Había oído lo que me había dicho justo antes de aquella frase, pero el resto no llegó a entrar en mi cabeza.
Después de un rato de silencio, Marta cogió el vaso con el que estaba jugando nerviosa y apuró de un trago lo que le quedaba de cerveza.
-¿No vas a contestarme?- Preguntó levantando los ojos de la mesa. Tenía los ojos tristes, parecían cansados. En otras ocasiones, esos ojos castaños brillaban con mucha fuerza, como la madera barnizada.
-Es que no sé que decir la verdad. No sé si es una buena idea.-
Yo noté que se había decepcionado, solo fue un segundo, luego cambió de expresión y forzó una sonrisa. La conocía lo suficiente como para saber cuando estaba fingiendo las sonrisas. De repente, aquella taberna de Alonso Martínez me pareció muy silenciosa. Era como si todo el mundo se hubiese callado y me mirase, esperando que yo contestara que sí, que sí que quería vivir con Marta, que quería que pagásemos juntos el alquiler, que compartiésemos gastos, que tuviésemos una cuenta juntos, que amueblásemos las habitaciones, que hiciéramos cenas de parejas, etc. Ella lo había dicho, era lo lógico.
-Bueno, yo creo que debes pensarlo más cariño.- Dijo acariciándome la mano. Me rozó la muñeca y me pareció que quería agarrármela, pero la retiré. Ella no pareció darse cuenta. Se colocó un rizo moreno tras las orejas con aquella mano. –Ahora tengo que irme al trabajo, ¿Quedamos mañana y me dices que has pensado?- Hizo una pausa. -¿Tienes miedo?-
Seguía sin escucharla, pero como me miraba muy fijamente contesté.
-Mañana hablamos.- Deseé que ella no notara cuando yo forzaba las sonrisas.
Marta se levantó, me besó en el pelo y se marchó sin decir nada. Yo me quedé allí un tiempo, sin ganas ni siquiera de terminarme la cerveza. Las paredes de la taberna eran de cristal y yo podía ver a la gente yendo y viniendo entre las obras de la plaza de Santa Bárbara. Había varios obreros y unas cuantas grúas trabajando, pero, sin embargo, yo no escuchaba nada. Más allá de la gente yo podía verme reflejado en aquel cristal. Todo seguía en su sitio: los ojos verdes, el pelo corto y despeinado, el jersey de cuello vuelto y los vaqueros. Incluso el anillo de plata seguía sujeto al dedo índice, pero, sin embargo, yo tenía la impresión de que algo había cambiado. Lo peor de aquella sensación era que tenía la certeza de que aquel cambio nunca volvería a deshacerse.
Quería a Marta como nunca había querido a nadie, pero sin embargo, ella no podía ver más allá de las palabras que yo le decía. Jamás había conocido a nadie que aprendiese a leer entre líneas. Yo sabía que la persona con la que yo compartiese mi vida tendría que saber escucharme decir aquello que nunca decía. No era un capricho mío, era culpa de mi abuela.
Mi abuela paterna se llamaba Clotilde y era transparente como aquellas ventanas. Por culpa de eso, decía ella, la gente había conseguido hacerle siempre mucho daño. Solía pensar que si la gente no puede saber como eres, no sabe lo que realmente te hace daño y les resulta más difícil hacértelo. Por eso, y porque era un poco bruja, o eso decía, nos impuso el don de no poder pronunciar aquella palabra que mejor nos definía. Ella creía que era una bendición, pero para mí no. Si alguien no sabe como eres, no puede hacerte daño, pero tampoco puede conectar contigo. Yo intentaba por todos los medios darme a conocer, intentaba dar rodeos a la dichosa palabra, pero nadie conseguía nunca entenderme.
A mi hermana Rosa le pasa lo mismo. Ella no puede pronunciar la palabra nata. Lo descubrimos un día en una pastelería. Para nosotros es más fácil darnos cuenta, porque sabemos que hay una palabra que no puede decir. Cuando la dependienta le preguntó que de qué quería el bollo, mi hermana se quedó paralizada, con la boca abierta, se puso muy roja y finalmente dijo que prefería una palmera de chocolate. Luego fui fijándome en ella, en su forma de ser y entendí porque no podía pronunciar la dichosa palabra. Mi hermana Rosa es la persona más dulce que te puedas imaginar, tanto que siempre terminamos empalagados de ella. Además, por un problema de melanina, es la más pálida de la familia. Hasta ese momento no supimos que la palabra prohibida podía tener connotaciones físicas también. Siempre he pensado que si mi hermana tomase más el sol, podría decir la palabra nata, pero no chocolate. Y es que se han dado casos, que la palabra ha ido evolucionando a la vez que la persona. Mi tía Encarna, por ejemplo, de pequeña no podía pronunciar la palabra vergüenza, sin embargo, tras unos meses que pasó en el extranjero, volvió nombrando esa palabra a todas horas, por lo que entendimos, que mi tía ya no era más una persona tímida.

Salí de la taberna y me fui a casa. Yo tenía un problema muy grave con mi palabra. Mi familia creo que sí que sabía cual era. Mi madre por lo menos. Recuerdo cuando venía a arroparme a la cama y me decía: “No te preocupes, no te va a pasar nada porque la luz esté apagada. Y si vienes a dormir conmigo, no te pediré explicaciones”. Sí, ella sí lo sabía. Mi madre siempre tuvo buen ojo para nuestro secreto. A veces creo que mi padre se casó con ella solo porque había adivinado la palabra que no podía decir. Por eso mi madre no era como los demás. Si mi madre hubiese estado también afectada por la maldición de la abuela Clotilde, no podría decir la palabra excepcional, estoy seguro. Y yo quería alguien excepcional para mí también. Yo quería a alguien que aprendiera a verme como soy sin que yo tuviese que decírselo. ¿Y Marta era esa persona? No lo sabía. No estaba seguro, todo podía salir mal. Ella podía descubrir como era en realidad y marcharse, o enfadarse porque no había sido sincero con ella. Era arriesgarse demasiado, tenía que decirle que no podíamos vivir juntos hasta que no estuviese seguro.
Pensé en llamar a mi madre para pedirle consejo, pero seguramente se pondría mi padre al teléfono y no quería hablar con él. Mi padre era una persona muy severa y nunca había tolerado que yo tuviese dudas o que me equivocase y no tenía ganas de oír lo que tenía que decirme sobre mi relación con Marta. Mi padre no podía decir la palabra exigencia, porque él era en sí una exigencia. Se exigía a sí mismo, exigía de mi madre y exigía de nosotros. Mi madre lo supo en cuanto le vio y mi padre simplemente había caído rendido a sus pies. No, no podía afrontar el fracaso de decirle a mi padre que tenía dudas después de cinco años de relación. Me diría que no tenía claro lo que quería, pero eso no era cierto, yo sabía exactamente lo que quería, lo que no sabía era si Marta cumplía o no cumplía esas expectativas. Creo que mi padre pensaba que yo no podía decir la palabra duda, pero se equivocaba. Desde luego nunca iba a decirle a mi madre que se lo dijera. Probablemente mi padre se decepcionaría más si se enterase de la verdadera palabra que no podía decir, así que prefería que pensase que era un indeciso antes de imaginar siquiera lo que me diría con la palabra verdadera. No, definitivamente no podía llamar a casa.
Recuerdo que aquella noche no cené. Tal y como estaba podía sentarme mal cualquier cosa. Tampoco dormí casi. Tenía la impresión de que si permanecía despierto, el momento de decidir no me cogería desprevenido y podría pensar toda la noche. Nada más llegar a casa encendí las luces y el televisor y me senté en el sofá, de lado a la tele, a contemplar la calle desde la ventana. A pesar de que quedaban más de doce horas, me parecía que las cinco de la tarde estaban apunto de echarse encima de mí y para entonces, tendría que haber decidido. Me imaginé la casa con Marta allí. Intentaría dormir con la luz apagada, eso seguro, pero yo no podía hacer tal cosa. Hasta ahora, siempre lo había llevado bien cuando habíamos dormido juntos. Marta se dejaba encandilar con conversaciones nocturnas profundas, que a mí me encantaban, y nos manteníamos en vela hasta que amanecía, hora en la que yo podía dormir tranquilamente con la luz de la ventana. Nunca se había quejado, pero yo sabía que no podría mantenerla despierta todas las noches y quizás no fuese capaz de dormir con las luces encendidas. ¿Por qué teníamos que cambiar si hasta ahora iba bien? Entendía sus motivos, pero ella no me entendía a mí. ¿Cómo iba a poder saberlo? Esta situación me recordó a otra noche que había pasado en vela viendo la noche por la ventana. En aquella ocasión Marta había querido comprar un coche entre los dos. No recuerdo como, pero conseguí hacerla entender que odiaba los coches, que no pensaba subirme a ninguno. Le dije que no andaba muy bien de dinero y que sería mejor esperar, pero, sin embargo, nunca volvió a intentar hacer que me subiera a uno. Si no se podía ir en coche o en bicicleta, prefería no ir.

Antes de que me diera cuenta, me había quedado dormido sobre el sofá. Cuando desperté eran las diez de la mañana y tenía un mensaje de texto de Marta. No quise abrirlo y me fui a la ducha. El tacto de la alfombrilla antiresbalones me pareció más frío de lo normal. Me duché con agua templada tratando de no pensar en nada y salí de la bañera. Al agarrarme en la barra metálica que me había regalado Marta, volví a pensar en ella. Yo siempre decía que un día me mataría al salir de la ducha y ella había aparecido con aquella barra y con las herramientas para colgarla.
No sabía si comer algo o no así que decidí dar una vuelta por el cementerio para ver la tumba de la abuela. Quizás estando junto a la culpable de aquella situación podría ocurrírseme la manera de solucionarlo. El paseo hasta el cementerio me llevó una hora. No hacía mucho frío, pero por si acaso, me puse la bufanda y los guantes. Aquellos guantes también me los había regalado Marta tras un artículo que había visto yo en un periódico sobre la manera de contagiarse que tenían determinadas enfermedades a través de las manos. Pensé con cariño en Marta. Lo cierto es que sí me escuchaba. El problema era que no escuchaba lo que no decía, sólo lo que yo pronunciaba y yo no necesitaba eso, necesitaba otro tipo de oyente. Aunque me había regalado los guantes y la barra. Y la verdad es que había aguantado despierta todas las noches y había aceptado mis planes de vacaciones mochileras sin vehículos con motor.

La tumba de mi abuela estaba limpia, de eso se encargaba siempre mi padre, y tenía un ramo de flores frescas. Me atreví a quitarme un guante para acariciar el mármol. Después, volví sobre mis pasos, sin quedarme allí mucho tiempo y regresé a mi casa. Por el camino me di cuenta de que no llevaba los guantes puestos, debía habérmelos quitado al salir del cementerio. No sentí frío así que no me los puse. Al salir del cementerio recordé el restaurante donde nos llevaba a comer mi padre todos los uno de noviembre, cuando veníamos a ver a la abuela Clotilde, y decidí parar a comer allí. Me entretuve charlando con el dueño sobre mis padres y poniéndole al día sobre sus vidas. Habían perdido el contacto cuando mis padres se mudaron de casa y se cambiaron el teléfono. Le di el nuevo número y les llamamos desde el bar. Sólo estaba mi padre, pero no me dijo nada de Marta. Finalmente, el dueño me invitó a la comida. Salí de allí y me fijé en la hora. Quedaban veinte minutos para la cita con Marta y no llegaría a tiempo. Saqué el móvil para llamarla y recordé el mensaje de texto que me había enviado y que yo no había abierto. Lo abrí y lo leí antes de llamarla. Decía: “No me queda casi batería, he salido antes, estaré en la taberna a las cuatro y media. Te quiero.”
Por si acaso, la llamé, pero el teléfono estaba apagado. Miré a los lados de la calle, nervioso. No había manera humana de llegar a tiempo caminando, ya llegaba diez minutos tarde. Un coche se acercó despacio por el final de la calle. Desde donde estaba pude ver que se trataba de un taxi. Mi pulso se aceleró. Era la única alternativa. Sabía que si me lo pensaba no sería capaz de hacerlo así que lo paré en cuanto estuvo a mi altura y me metí en la parte de atrás con los ojos cerrados.
-A la plaza de Santa Bárbara por favor.-
Diez minutos después, me bajé del taxi justo cuando Marta salía entristecida de la taberna y se acercaba hacia el metro. Llevaba puesto un tres piezas rojo, y los rizos morenos le caían sobre la cara. Me vio salir del taxi y se quedó helada.
Me acerqué y la besé en los labios.
-Sí, quiero que vivas conmigo.- Dije sonriendo.
-¿Sí? ¿De verdad?- Preguntó realmente sorprendida.
-Sí.-
Sonrió y me besó.
-Pensé que dirías que no. Pensaba que tenías miedo.-
-Si, sé que lo sabías.- Sonreí. –Pero contigo ya no tengo…-Dudé un segundo.- contigo ya no tengo miedo.-

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