lunes, 9 de noviembre de 2009

La fosa de Nicolás

Los faros del coche alumbraban la noche rasgándola. El cielo parecía un enorme telón negro rajado por la potente luz que desprendía el automóvil. Más allá de la luz, sólo había silencio y oscuridad, la nada.
Era el telón perfecto para el escenario perfecto.
El hombre detuvo su tarea y se secó el sudor de la frente con el codo. Estaba cubierto de suciedad y cansado como no lo había estado nunca. Miró los focos que le alumbraban y esperó a que el polvo se asentara para continuar cavando.
Cogió la pala y la clavó con fuerza en la zona donde la tierra estaba húmeda. Hizo presión poniendo el pie derecho sobre la herramienta y lanzó otra palada de arena fuera del hoyo. Estaba agotado, pero el trabajo le impedía pensar en otra cosa.
Durante quince minutos más, las luces observaron en silencio el trabajo, sin interrumpir, ni juzgar.
Cuando consideró que el agujero era lo suficientemente hondo, tiró la pala cerca del coche, produciendo un ruido que lo sobresaltó hasta a él. Estaba tenso y extenuado por todo lo vivido. –Necesito parar un minuto.- Se dijo mientras salía del hoyo.
Se sacudió las manos y se dirigió a la parte trasera del coche, dónde los focos no vigilaban. Antes de hacer lo que tenía que hacer, se sentó en el suelo apoyando la espalda sobre la rueda trasera. Al hacerlo, levantó un poco de tierra seca, que inhaló sin querer. Se obligó a no toser, merecía morir ahogado. Merecía que su cuerpo se le llenara de suciedad y agonizar en el suelo. Finalmente, sus pulmones decidieron por él y soltó el aire y el polvo con una tos cansada.
Hasta esa noche había tenido veinticinco años y había respondido al nombre de Nicolás Pereda. En ese momento era mucho más viejo y, si le hubieran preguntado, no habría podido saber su identidad.
Como sacado de alguna serie de televisión, Nicolás era un chico atractivo de ojos verdes y pelo liso y castaño. Era alto, de manos y nariz grandes.
Antes de esa noche, cuando sabía sonreír, tenía una sonrisa encantadora. Los labios se le estiraban y por el lado derecho, subían algo más que por el izquierdo, dándole un aspecto de niño malo. Había sido un buen pícaro que se había limitado a representar su papel con descaro y buena suerte.
Se puso en pie, limpiándose el polvo que pudo del traje. Miró por la ventanilla del coche y vio la chaqueta negra tirada en el asiento del copiloto y la corbata colgada del retrovisor. Recordaba haberla puesto ahí, pero no había visto su simbolismo mientras se subía las mangas de la camisa y se abría algunos botones. Se sintió inquieto. Miró hacia todos lados y tragó saliva. Sin poder evitarlo, ni darse cuenta, el hombre que se llamó Nicolás una vez, empezó a sudar. La corbata estaba recortada por la luz que provenía de los faros, por lo que sus formas estaban distorsionadas. Nicolás no veía una corbata, veía una soga colgando del techo, lista para anudarse al cuello de algún desgraciado, para anudarse a su cuello.
Se pasó las manos por la cara y decidió ponerse en marcha. Fue al maletero y lo abrió. Lo que observó allí no era mucho mejor que la visión de la corbata, pero se centró en el trabajo físico. Cogió el pesado fardo y se lo echó sobre el hombro. Cerró de nuevo el maletero y trató de caminar, pero tropezó debido al peso y cayó. El fardo se quedó unos centímetros por delante de él. Se incorporó y observó los rotos en las rodillas y las heridas en las manos. Al parecer, el tejido del traje no era tan resistente como le había asegurado el vendedor. Probablemente no estuviera pensado para cavar zanjas. Abrió y cerró las manos asegurándose de que no le entorpecerían el trabajo y el escozor le recordó a las heridas que se hacía de pequeño, cuando aún era inocente. Inocente. Esa palabra resonó en su cabeza como una piedra contra una campana. Sintió deseos de llorar, pero se mordió con fuerza el labio inferior. –No puedo venirme abajo ahora.- Tenía los ojos inundados, pero se resistió y volvió a su tarea.
Al acercarse al bulto, percibió que éste se había deshecho un poco y que unos pies fríos y sucios salían de él. Tratando de no mirarlos, volvió a coger la carga, esta vez sin caer, y la tiró con furia en el agujero. El fardo se deshizo más con el golpe, pero apartó la vista y miro hacia otro lado. Se acercó hacia el lugar donde había aterrizado la pala y volvió a la fosa. Mirando hacia las dos luces del coche para no ver nada más, comenzó a echar tierra sobre aquellas partes donde el paquete se había deshecho. Se le antojó pensar que los dos haces de luz parecían dos ojos acusadores que alumbraban su falta para mostrársela a todo el mundo, que aquellos pedazos de cristal, cable y energía eran algo más que eso, que no estaban ahí por que él había dejado el coche allí, si no por voluntad propia, para juzgarle y echar culpa sobre sus hombros tal y como él echaba tierra sobre aquel bulto semienterrado.
Desvió la vista hacia el otro lado y descubrió que empezaba a amanecer. Sobre el telón oscuro de aquella escena comenzaba a lucir una fina línea azul que daba forma y volumen a los árboles gigantescos que rodeaban a Nicolás.
Pensó que aún queriéndolo, sería incapaz de regresar a aquel lugar sin perderse. Era incapaz de recordar cuanto tiempo había conducido hasta llegar allí.
Decidió darse prisa y marcharse antes de que la luz más acusadora de todas apareciera. –Me voy a volver loco.- Pensó.

Cuando abrió los ojos, estaba sentado al volante. Era de noche. No recordaba haberse dormido, pero calculó que no habían pasado más de quince minutos ya que aún era de noche. Salió del coche y observó que no quedaba ni rastro de la fosa, había hecho un buen trabajo. Sólo para asegurarse, fue a mirar si había guardado la pala en el maletero. Si lo había hecho, sin duda se había merecido aquel pequeño descanso.
Abrió el maletero y vio la pala, pero al sacarla a la luz, observó que no estaba sucia de tierra. No recordaba haberla limpiado. Encendió la luz del maletero para verla mejor y la dejó caer contra la puerta al ver lo que había dentro. La pala rebotó contra el coche y cayó en el suelo levantando una nube de polvo que ensució los impolutos mocasines de Nicolás.
En el maletero había un gran bulto, enrollado en una manta gris y cerrado con cinta aislante de color negro. Se quedó paralizado. Ni siquiera había oído el ruido de la pala. Sólo podía repetirse a sí mismo que eso no podía estar ocurriendo. Se pasó la lengua por los labios, se le habían quedado secos. Para confirmar sus sospechas, dio la vuelta al fardo, deseando que la maldita nota escrita a mano no estuviese allí. Pero ahí estaba.
Era un post-it cuadrado y amarillo, pegado en el centro de la manta.
Un post-it que no había escrito y que nunca había visto, pero que allí estaba, como la primera vez que había encontrado el paquete. Lo arrancó, lo hizo una bola y se lo guardó en el bolsillo. No necesitaba leerlo para saber que decía: “Hay cosas que no se pueden enterrar”.
Comenzó a reír con unas carcajadas amplias y fuertes, agarrándose con una mano al maletero y abriendo los ojos. Sin parar de reírse, pero con lágrimas de desesperación, se puso a cavar de nuevo.

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