miércoles, 1 de abril de 2009

Los trozos de tiza.

La tiza estaba rota. Al caer al suelo, la barra se había partido en varios trozos que habían salido disparados en todas direcciones.
Julio contemplaba uno que se había quedado cerca de las ventanas de la clase. De pronto se acordó de La Regenta. Había leído el libro en el instituto y no le había gustado excesivamente, pero ahí estaba el recuerdo, nítido.
Podía ver a Ana Ozores, quizás sentada, quizás junto a la ventana. Sería un día nublado, la luz apenas iluminaba un trozo de la estancia, lo suficiente como para alumbrar un cenicero. Ana, la inocente Ana, lo miraba mientras observaba un cigarrillo consumirse sobre él.
Julio podía entender en ese momento a Ana Ozores. Julio era Ana Ozores y aquella tiza rota era su vida.
Casi podía sentirse como el propio Clarín cuando entendió el dolor de su personaje. Sintió un escalofrío. Ella estaba en Oviedo, la falsa Vetusta, él estaba en Carabanchel, otra Vetusta cualquiera. Quizás Clarín debería haber escrito una novela sobre su vida, sobre tizas rotas y vidas cruzadas.
Un trozo de su vida se había quedado en Vigo, quizás el trozo más grande. Comenzaba a no entender las razones que le habían hecho abandonar su vida para poder trabajar. ¿De qué servía tener dinero al llegar a un piso vacío? ¿De qué servía poder pagarse una vida si no tenía vida? Empezaba a cuestionarse si su decisión había sido la adecuada. Allí estaban sus amigos, su familia... ella.
En Carabanchel sólo había un colegio público, cientos de niños que le parecían iguales, pizarras llenas de números y trozos de tiza desperdigados.
Quería volver a leer La Regenta. Quizás leyera de nuevo a Bécquer o algo de Larra. La verdad es que siempre se había imaginado dando clases de literatura y no de matemáticas, pero al llegar la selectividad, descubrió que la literatura no se podía enseñar, que sería muy desgraciado intentándolo.
Las matemáticas, otro trozo de tiza. Había tantos que no podía verlos todos. Ana Ozores se habría vuelto loca en su lugar, al menos su cigarro se consumía en soledad y todo de una vez. Él se consumía de golpe, en miles de trozos y ante la mirada de todo el mundo.
Se acercaba junio y la ventana estaba abierta. El aire desplazó uno de los trozos, que giró sobre sí mismo. Julio se agachó, lo recogió y se puso a apretarlo con rabia.
-¿Julio?-
Su mano se relajó. Sus ojos volvieron al presente. Ya no veía a Ana Ozores recortada por la luz de la ventana. Ya no estaba en el siglo XIX y no había cigarros a medio consumir.
En su lugar había veintidós niños. Laura, la niña de las coletas le había hecho una pregunta.
Quizás fuera sobre las ecuaciones que había dibujadas en la pizarra, quizás sobre el examen del jueves o sobre los deberes de aquella tarde. Julio no lo sabía, sólo sabía que aquella niña no quería saber nada sobre tizas rotas, sobre vidas abandonadas en Vigo o sobre mujeres que se consumían mirando por las ventanas de la gris Vetusta. Sonrió entristecido y, con el trozo de tiza en la mano, se puso a resolver la ecuación de la pizarra sin responder ninguna pregunta.
Ni las suyas, ni las de la niña.

4 comentarios:

Mj dijo...

Precioso ^^

Felipe dijo...

Aunque se redujera a una ecuación, la vida es mucho más que números y letras imposibles de enseñar...

Ms. Davis dijo...

es curioso, hay libros para toda eleccion, estos no se olvidan y se hacen parte d ela vida, una mera representacion, un fugaz re cuerdo de lo que fue , es o pudo ser

edu_art dijo...

impresionante, como siempre.


ya estoy de vuelta. iré leyendo poco a poco, que mi tiempo libre se evapora.

recibe un abrazo y un helado con sabor a "quiero verte esta noche con un mini en cada mano, a poder ser"