viernes, 17 de abril de 2009

La ventana, la escalera y la cama de Marta

Sentada sobre el último escalón, contemplaba con interés el amplio ventanal que se abría al pie de la escalera.
Tenía las piernas dobladas y los pies apoyados en el siguiente escalón. Se abrazaba las rodillas con las manos y sujetaba su barbilla sobre ellas.
Su mirada estaba concentrada en un punto concreto del paisaje, un punto indeterminado que podía ser una de las palmeras de la playa, una gaviota, un bañista, el mar, el cielo o todo la vez.
Su mente, por el contrario, no estaba en la playa, ni siquiera estaba fija en ese momento.
El tacto de mármol frío del escalón y el olor de la barandilla de madera le recordaba a Marta y a sus constantes riñas.
Su mente estaba lejos, tan lejos como estaban los últimos años de la infancia y los primeros de la adolescencia. Tan lejos como quedaban todas las risas y los juegos.
De golpe, una tarde en aquella escalera, acudió a su memoria como un fogonazo. Marta y ella estaban una junto a la otra en aquel escalón. Mamá les había regañado por impedir el paso de la gente por la escalera, pero no habían hecho caso.
Marta debía tener doce años, aun se divertía jugando, pero cada vez más comenzaba a interesarse por los chicos.
Llovía, se acordaba porque desde los catorce años se sentaba en aquella escalera solo cuando llovía. Siempre que lo hacía, Marta se sentaba a su lado para recordar viejos tiempos, cuando ese conjunto de mármol y madera era mucho más que una escalera, eran casas, mundos, barcos, sueños, la selva, un zoológico... Ahora solo era un instrumento funcional, un elemento que formaba parte de su hogar y permitía hacer cosas importantes como subir a dormir, bajar a comer o a la calle. Pero ya nunca se detenía allí. Ya nunca intentaba saltar varios escalones, ni echaba careras arriba y abajo hasta el espejo del recibidor.
Quizás fuera eso lo que hacía que los días de lluvia ella se sentase allí. Era como visitar a un viejo amigo y estar hablando durante horas de recuerdos comunes.
A veces, cuando estaba triste, sentarse en las escaleras era como disfrutar de una buena compañía de esas en las que no hace falta hablar, solo estar juntos.
Marta había aprendido a respetar ese silencio y por ello se había convertido en un pilar importante de su vida.
Aquella tarde se quedó mirando la lluvia hasta después de cenar. Su madre subió a buscarlas, pero solo bajó Marta. Cuando se quedó sola, observó sin parpadear la ventana hasta que una lágrima rodó por su mejilla.
Sabía que no era una lágrima de tristeza, que era por el esfuerzo de mantener el ojo fijo en un punto, pero confiaba en que, llegada la primera, aunque fuera una lágrima fría e irreal, llegaran las demás. No fue así. La lágrima se secó en su cara sin que hiciera el menor esfuerzo por limpiársela.
Horas más tarde, su madre subió con un sándwich y un vaso de leche y, sin decir nada, lo dejó a su lado mientras le daba un beso de buenas noches.
Ella sonrió y cogió con gusto el vaso de leche mientras su madre continuó su camino hasta la habitación.
Sin ponerse de acuerdo directamente, cada vez que las escaleras estaban ocupadas por alguien, estaba prohibido hablar con esa persona, solo se podía ir y sentar a su lada para acompañar su silencio. Cada vez que al bajar a la cocina, alguien se encontraba con ella sentada con aire ausente y la cabeza apoyada en una mano, al volver a subir depositaba a su lado un vaso de zumo, unas galletas, un refresco o simplemente un beso. Nadie le preguntaba nada sobre s estado, cosa que agradecería y si alguna vez tenía ganas de contar sus sentimientos, acudía despacio al cuarto de Marta y llamaba suavemente antes de entrar. Marta enseguida entendía la necesidad de su hermana y dejaba lo que estuviera haciendo para sentarse en la cama con ella y charlar de lo que hiciera falta. Cada una agarraba uno de los cojines que había sobre la cama y se abrazaba a él mientras contaba lo que tenía que contar. Siempre que hablaban de cosas serias se iban a la cama de Marta. La de ella no servía para esas cosas, ni el sofá del salón, ni las escaleras, donde no se podía hablar.
Ella parpadeó varias veces con fuerza y regresó del mundo de los recuerdos. La ventana seguía en su sitio y el mar también. Hacía calor, pero la ventana estaba cerrada y los gritos de los niños y las gaviotas llegaban a sus oídos amortiguadas, como las canciones que se escuchan a veces en las radios de los vecinos.
Quizás hacía años que no se sentaba en la escalera, quizás hacía más. Mamá se había marchado para siempre y la casa había sido cerrada por un tiempo. Cuando Marta le comentó la intención de venderla le pareció una buena idea, todo lo que allí había era un cascarón vacío ahora que se habían llevado los recuerdos, las fotos y las risas. Pero al llegar allí se habían acordado de la ventana, la escalera y la cama de Marta. No lo había pensado nunca, pero esos tres muebles aparentemente sin vida, eran parte de su vida, como su hermana misma. Aún así, no había llorado. No había llorado ni a la muerte de mamá, no quería más lágrimas frías, ya lloraría en su interior lo que tuviese que llorar.
Marta apareció al pie de la escalera y apreció sorprenderse al ver a su hermana sentada en lo alto. Abrió la boca para decir algo, pero se acordó de la norma implícita y la volvió a cerrar. Sonrió y subió en silencio hasta sentarse a su lado. Luego pasó un brazo por su hombro y apoyó su cabeza junto a la de su hermana.
Quizás nunca es tarde para volver a casa.
Tras la ventana el sol se estaba poniendo, era el fin de un nuevo día, otro más. Sin embargo, del otro lado de la ventana, había dos hermanas, juntas y solas, que apreciaban la sutil diferencia entre un final más y un nuevo comienzo.

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